La cuestión de la novia surgió cuando Fadrique pasó a trabajar en la papelería del señor Marcial. La Cremosa quebró de mala manera y tras la tragedia fue padre el que le buscó un nuevo empleo al mayor de los hermanos. Por suerte, teníamos muchos contactos por el barrio, y Fadrique fue admitido en seguida como ayudante de la hija del señor Marcial, a cargo del negocio familiar. A los hermanos nos encantaba pasarnos todas las tardes a saludar a Fadrique a ver cómo iba con su delantalillo azul marino atendiendo a los compradores. Era muy listo nuestro hermano, y rápidamente conoció todos los tipos de pinturas, gomas, tintas y papeles. Nos divertíamos con él jugando a vendarle los ojos y a darle folios para que reconociera el tipo de papel del que se trataba. Y siempre acertaba. Adelaida y César se volvían como locos cuando esto pasaba y empezaban a aplaudir de entusiasmo por el acierto. El caso es que Fadrique comenzó a ayudar en esta tienda a la hija del señor Marcial; Beatriz se llamaba esta chica, quién era uno o dos años menor que Fadrique. Trabaron amistad pronto, y comenzaron a pasar muchas tardes juntos, y por el barrio el hecho de que se habían “ennoviado” dejó de ser más que un mero cotilleo a una realidad. Beatriz era muy responsable, quería mucho a su padre -el señor Marcial- pero no lo tragaba, y eran famosas sus riñas. No era especialmente guapa, pero tenía una cara muy agradable (y supongo que por eso le gustó a mi hermano). Por supuesto, toda la historia de Beatriz yo no la conocí hasta que fui algo mayor; porque en el momento, a mis ocho años, yo pensaba que Beatriz era una simple amiguita de mi hermano.
A Fadrique le encantaba esquiar. Con el grupo de la parroquia (al que padre y madre nos apuntaron) iba en invierno a la sierra para practicar este deporte. Los cuatro le veíamos muertos de envidia como volvía por la noches todo colorado por el sol que se reflejaba en la nieve y quemaba. Nos contaba las pistas que había bajado, y nos prometía que en cuanto pudiera nos llevaría a nosotros también a la sierra a ver la nieve y a bajar en trineo. El sueño de Fadrique siempre fue ir a los Alpes a esquiar, y tenía en su cuarto un cartel que le trajo el tío Emilio de Suiza cuando volvió de su luna de miel con la tía Aurora. El cartel era de un esquiador profesional que bajaba por un pico muy famoso de los Alpes y a los lados había estrellas y copos de nieve dibujados. La abuela Vicenta le regaló unas orejeras de piel de foca por su cumpleaños que costaron una fortuna (razón por la cual mis padres estallaron en una bronca con ella que duró tres días).
En la tienda del señor Marcial Fadrique cobraba más que en La Cremosa, y esto nos vino muy bien, porque sumado a los sueldos de padre y madre contabamos con algo más de margen de maniobra en el ámbito económico. Fue una buena temporada, a Adelaida y a mí nos cayeron sendos vestidos de nido de abeja de colorines con los que íbamos los domingos, y a los mellizos les hicieron trajes de lino a medida en la sastrería de Nicanor el Joven. La verdad es que íbamos los cuatro hechos unos pimpollos, pero, claro está que Fadrique decidía su propia vestimenta, aunque madre tratara de convencerlo de que se sumara a la moda ridícula de ir todos a juego. Padre se compró una pipa que llevaba a todas partes, madre compró la lavadora que siempre quiso y a Vicenta le regalaron un juego del bingo para que invitara a sus amigas a jugar los domingos.
El problema fue que Fadrique tuvo que dejar el esquí. Nunca lo vimos tan disgustado, y por primera vez se negó a hablar con nosotros, sus hermanos. No podía compaginar lo de trabajar en la papelería y subir los fines de semana a la sierra, y claro, mis padres no le dieron opción: el trabajo era lo primero. Sucedió que el último día que pudo subir a despedirse del esquí en una temporada fue a Guadarrama con tan mala suerte que volvió esa noche -además de quemado como siempre- con una pierna rota. Vino el médico Álmerez y todo, y le recomendó un mes entero de reposo en cama, porque no era una fractura normal y había que tratarla con cuidado para que quedara curada sin problemas. Fue por esto que Fadrique no pudo ir a trabajar durante un mes entero.
Beatriz y Coque vinieron mucho a verlo, y el resto de amigotes le telefonearon mucho para saber cómo estaba. Se vió que en el barrio entero todos le querían mucho, porque hasta el amargado del kiosquero nos dió todas las semanas un número de La Gacela, la revista cómica favorita de mi hermano, para que se la lleváramos. Vicenta se dedicó a mimarlo más, y mis padres, por su parte, a mortificarlo con lo de que no estaba trabajando y por tanto aportando nada a la familia. Los cuatro niños íbamos contínuamente a hacerle compañía a su cuarto después de la escuela, jugábamos al juego de adivinar papeles, a pintarle la escayola... y él nos hacía caso y nos contaba una y otra vez cómo se le había cruzado el esquiador gordo por el que se había caído al margen de la pista y se había roto la pierna.
A Fadrique le encantaba esquiar. Con el grupo de la parroquia (al que padre y madre nos apuntaron) iba en invierno a la sierra para practicar este deporte. Los cuatro le veíamos muertos de envidia como volvía por la noches todo colorado por el sol que se reflejaba en la nieve y quemaba. Nos contaba las pistas que había bajado, y nos prometía que en cuanto pudiera nos llevaría a nosotros también a la sierra a ver la nieve y a bajar en trineo. El sueño de Fadrique siempre fue ir a los Alpes a esquiar, y tenía en su cuarto un cartel que le trajo el tío Emilio de Suiza cuando volvió de su luna de miel con la tía Aurora. El cartel era de un esquiador profesional que bajaba por un pico muy famoso de los Alpes y a los lados había estrellas y copos de nieve dibujados. La abuela Vicenta le regaló unas orejeras de piel de foca por su cumpleaños que costaron una fortuna (razón por la cual mis padres estallaron en una bronca con ella que duró tres días).
En la tienda del señor Marcial Fadrique cobraba más que en La Cremosa, y esto nos vino muy bien, porque sumado a los sueldos de padre y madre contabamos con algo más de margen de maniobra en el ámbito económico. Fue una buena temporada, a Adelaida y a mí nos cayeron sendos vestidos de nido de abeja de colorines con los que íbamos los domingos, y a los mellizos les hicieron trajes de lino a medida en la sastrería de Nicanor el Joven. La verdad es que íbamos los cuatro hechos unos pimpollos, pero, claro está que Fadrique decidía su propia vestimenta, aunque madre tratara de convencerlo de que se sumara a la moda ridícula de ir todos a juego. Padre se compró una pipa que llevaba a todas partes, madre compró la lavadora que siempre quiso y a Vicenta le regalaron un juego del bingo para que invitara a sus amigas a jugar los domingos.
El problema fue que Fadrique tuvo que dejar el esquí. Nunca lo vimos tan disgustado, y por primera vez se negó a hablar con nosotros, sus hermanos. No podía compaginar lo de trabajar en la papelería y subir los fines de semana a la sierra, y claro, mis padres no le dieron opción: el trabajo era lo primero. Sucedió que el último día que pudo subir a despedirse del esquí en una temporada fue a Guadarrama con tan mala suerte que volvió esa noche -además de quemado como siempre- con una pierna rota. Vino el médico Álmerez y todo, y le recomendó un mes entero de reposo en cama, porque no era una fractura normal y había que tratarla con cuidado para que quedara curada sin problemas. Fue por esto que Fadrique no pudo ir a trabajar durante un mes entero.
Beatriz y Coque vinieron mucho a verlo, y el resto de amigotes le telefonearon mucho para saber cómo estaba. Se vió que en el barrio entero todos le querían mucho, porque hasta el amargado del kiosquero nos dió todas las semanas un número de La Gacela, la revista cómica favorita de mi hermano, para que se la lleváramos. Vicenta se dedicó a mimarlo más, y mis padres, por su parte, a mortificarlo con lo de que no estaba trabajando y por tanto aportando nada a la familia. Los cuatro niños íbamos contínuamente a hacerle compañía a su cuarto después de la escuela, jugábamos al juego de adivinar papeles, a pintarle la escayola... y él nos hacía caso y nos contaba una y otra vez cómo se le había cruzado el esquiador gordo por el que se había caído al margen de la pista y se había roto la pierna.
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