martes, 16 de agosto de 2011

Mi hermano Fadrique (3)

La normalidad volvió cuando Fadrique se reincorporó al trabajo. No se dieron muchas novedades en esta temporada. Y fue varios meses después que comenzó la idea de que se nos marchaba de casa. Un buen día le preguntó César a Fadrique que qué hacía con el dinero que conservaba de su sueldo, a lo que mi hermano mayor respondió que estaba ahorrando para irse. “¿Cómo que irte?” Le preguntaron mis padres. Y entonces Fadrique dijo que quería irse a esquiar por ahí, en un futuro. Quedaron los padres contentos con la respuesta, pensando que sería dentro de mucho. Y con la enfermedad de Adelaida se olvidaron del asunto. Adelaidita se nos pilló algo gordo, pero nunca llegué a enterarme de qué fue, porque una vez que murió no se pudo volver a hablar de ella en casa. Estuvo en cama durante mucho tiempo y un buen día no se despertó. Todos en casa nos pusimos muy tristes, pero hay que pensar que no era tan raro que murieran los niños tan pequeños en aquella época. Me quedé entonces de única niña en la familia, y creo que por eso me hicieron un poquito más de caso que antes. Tuvimos un entierro íntimo en la Almudena al que acudieron los familiares más cercanos: el tío Emilio con su mujer, Aurora; los abuelos de Ciudad Real; la prima gorda con su prometido; y nuestro tío abuelo soltero Bernardo. Y no se volvió a mencionar a Adelaida.

Pasado un año de todo esto fue cuando volvió a aparecer la idea del viaje de Fadrique, y padre y madre le siguieron la corriente pensando que eran planes a largo plazo. Al poco, la abuela Vicenta también se puso mala, y durante una temporada hubo mucho miedo en casa de que la perdiéramos como a mi hermana. Según mis padres “Las desgracias nunca vienen solas”, a lo que mi abuela respondía -con mucho mal humor- que se dejaran de estupideces, que su abuela había llegado hasta los 84 años, que su madre también y que ella no sería menos, con lo que, aún le quedaban pocos años hasta llegar a esta cifra. Resultó que la abuela tenía razón, se recuperó al tiempo y llegó a los 84.

Fadrique y Beatriz ganaron suficiente como para pagar un pisito en Peñaribes, al lado de casa. Lo que pasaba era que como ya no éramos tantos (habíamos pasado a ser sólo seis), el piso de la calle de Villamerino se nos quedaba grande, y por eso madre y padre buscaron otro por el barrio. Nos mudamos en seguida a un pisito de la zona, aún más cerca de Fadrique y de su novia. En casa todos se lo tomaron muy bien: Fadrique, a sus dieciocho años, ya se independizaba. Pero en realidad, Fadrique seguía contribuyendo económicamente a la familia (había sido la condición que le puso padre para marcharse), y por eso no era una independencia completa. Supongo que por eso todos estaban tan contentos.

Venía mi hermano a cenar una vez por semana, para así seguir viéndonos a todos. Era el único momento en que la abuela se dignaba a entrar en la cocina, y la veíamos todos entre vapores y cacharros removiendo salsas y comprobando continuamente la temperatura del horno. Mi abuela cocinaba que daba gusto, pero no le daba la gana de ponerse a trajinar, y era mi madre la que guisaba a diario. En cambio, aquello de limpiar y ordenar no le disgustaba tanto, y si que se esmeraba en dejar la casa como los chorros del oro. Nadie se lo recriminó nunca, lo de que sólo cocinara cuando venían Beatriz y Fadrique, pero todos -en especial los tres hermanos- nos reíamos a espaldas de ella la tarde de los jueves (que era el día fijado para que vinieran) cuando se ponía el delantal colorado y encendía los fogones.

Resultó que uno de estos jueves vino Fadrique sin Beatriz; madre le preguntó que por qué no había venido con ella, a lo que mi hermano respondió que no se encontraba muy bien y que se había ido a casa de su madre a que la cuidaran bien. Recuerdo que la abuela Vicenta había cocinado pollo al licor de la naranja, y que hasta madre y padre estaban contentos de ver a su primogénito por casa, por lo que compraron unos postres de repostería refinada para hacerle algo de fiesta. Pero la cena se fue volviendo tensa por momentos: a mitad de la misma, mi hermano César rompió un vaso, al poco rato yo derramé un poco de la salsa del pollo en el mantel bonito, y para cerrar la ceremonia Fadrique nos dió la noticia.

“Me marcho” dijo simplemente. Vicenta se atragantó con su delicioso pollo. Y mis padres cambiaron la cara (bueno, ya estaban algo disgustados con los acontecimientos anteriores así que mucho no cambiaron su expresión, pero digamos que un grado de seriedad mayor si que adquirieron sus semblantes) y le miraron como quién espera una explicación más extensa. Mis hermanos pequeños y yo no comprendíamos nada, pero el cambio de ambiente que se había dado nos decía que algo serio se estaba cociendo. “Beatriz y yo nos vamos, queremos recorrer mundo. Esquiar” nos explicó Fadrique. El resto de la cena fue una eterna discusión en la que madre, padre y Vicenta intentaban que mi hermano no se marchara. “¿Pero qué vais a hacer vosotros dos solos por ahí? ¡Qué el mundo es muy grande!” le decían. “¿Y a dónde? ¡Eh! Si puede saberse... ¿A dónde os marchais?” Y Fadrique les contó que iban a ver los Andes, los Alpes y un montón de montañas por todo el mundo, que les enviaría una postal de cada ciudad que visitara. Y madre venga a sacar la cuestión del dinero, que de dónde lo íban a sacar y que si le parecía bonito dejar de ayudar a su familia con ese asunto. Fadrique nos contó que llevaba desde que empezó a trabajar ahorrando para esto, que sabía la importancia que tenía su aportación en casa, pero que él no podía seguir haciéndolo, que necesitaba ese viaje y que se lo había ganado a pulso.

A los niños nos mandaron a la cama, y cuando yo pregunté que si podíamos tomar postre me cayó un guantazo que me dejó cinco dedos marcados en toda la cara. Desde el cuarto oí como seguían la discusión, -no había nada peor como escuchar fragmentos de conversaciones acaloradas desde tu cuarto-. Al principio los tres le proponían argumentos a Fadrique a modo de chantaje emocional: refiriéndose a la intendencia de la casa, a mi educación y la de mis hermanos, y a la falta que hacía Fadrique en casa; y más tarde pasaron a atacar su plan con todo tipo de argumentos: que si Beatriz y él no hablaban más idiomas que el castellano, que no se sabrían desenvolver en el mundo por su cuenta, que esos sitios estaban muy lejos... y como vieron que nada de lo que decían surtía efecto y que mi hermano seguía firme en su parecer, se frustraron. Pasaron después a las acusaciones: contra Beatriz, contra Coque, contra cualquiera que se les ocurriera; siempre sin asumir que era mi hermano, él y sólo él quién había ideado todo. Sólo me acuerdo de que no llegué a oír el final de la discusión, porque me dormí antes; y a la mañana siguiente nos despertamos los mellizos y yo como si nada, pero madre, padre y Vicenta tenían el disgustazo anunciado con luces de esas de cartel de carretera en la cara.

Así pues, Fadrique se marchó sin despedirse de nosotros, los niños. Nos contó mi madre, descompuesta, en el desayuno que nuestro hermano ya no estaría en el barrio en una temporada. Y así fue cómo se marchó. Mi padre no abrió la boca hasta el jueves siguiente, y mi madre mostraba los ojos rojos de llorar allá por donde iba. Por nuestra parte, los pequeños nos lo tomamos con tranquilidad. Nos dejaron claro que Fadrique volvería y eso era lo que importaba; creo que la parte que no concordaba con la explicación que nos habían dado era la actitud de los adultos: si tan cierto era que Fadrique volvería, ¿Por qué se tomaban tan mal su marcha?

Fadrique fue cumpliendo su promesa. Nos envió postales desde todas las ciudades que visitó, y así nosotros íbamos viendo su recorrido: Francia, Italia, Suiza, Perú, Venezuela, Argentina... Las postales las esperábamos casi con ansia, y cuando en el buzón del recibidor había alguna carta nos emocionábamos e inmediatamente íbamos a buscar a algún adulto que nos lo abriera (la mayoría de veces sólo descubríamos cartas del banco que nos causaban una tremenda desilusión). En casa nos apretamos el cinturón, bueno, eso dijeron que íbamos a hacer, pero lo cierto es que nadie notamos nada. Seguíamos el mismo ritmo de gasto y nada parecía cambiar, ni siquiera madre dejó de comprar en el ultramarinos aquel del barrio que decían que era tan caro. Y creo que por fin nos dimos cuenta de que, en realidad, toda la cuestión económica que mis padres habían expuesto para que Fadrique no se marchara era una mera excusa. Con ello había salido a la luz el cariño que le guardaban y las pocas ganas que tenían de que se marchara tan lejos su primogénito.Yo no quiero juzgarles, pero fue francamente una pésima manera de demostrarle su afecto y bien podían haberlo hecho de otra forma.

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