En el barrio nos preguntaban por la pareja: “¿Y los jóvenes? ¿Por dónde andan ahora?”, “¿¡Qué han cruzado el charco!?”, “¿Es cierto lo del niño?”. Fue muy comentado el hecho de que se habían ido sin estar casados, pero pese a ello todo el mundo siguió con entusiasmo las novedades que recibíamos, e incluso se íban corriendo bulos y falsos rumores acerca de su travesía. En cuanto el señor Marcial o nosotros recibíamos correspodencia se despertaba un gran interés por saber qué noticias había de mi hermano y su novia. En determinado momento, sería cuando ya llevaban cuatro meses de viaje, fuimos avisados de que se les podía considerar “prometidos”. Llegó a la hora de la siesta el señor Marcial agitando una carta de su hija gritando “¡Se nos casan! ¡¡Que se nos casaan!!”. Y por supuesto, a mi madre le sentó muy mal. Primero porque esto fue a la hora de la siesta y no le gustaba nada que se la despertara, y segundo porque le habría encantado saberlo antes que su futuro consuegro.
La noticia se extendió como la pólvora, y, patrocinado por mis padres y el señor Marcial, se organizó un pica-pica bien bueno en el bar de la familia Martínez para celebrar la noticia. Recuerdo que a mis hermanos y a mí nos hizo mucha gracia aquello de hacer una fiesta sin que estuvieran los festejados. Todos nos pusimos las botas, y llegó a nuestros oídos que aquella noche más de uno echó lo que había tomado por la tarde.
La abuela Vicenta fue la que más se emocionó. Se fue al centro a ver tiendas de vestidos de novias y empezó a cotillear en todas las floristerías del barrio los precios de las composiciones florales: centros de mesa, ramos... Al poco tiempo mis padres se contagiaron de su entusiasmo y hablaron con el párroco para ir organizando el evento. Pasaron todo un año y medio en este plan, y mientras recibíamos noticias de que mi hermano se había asentado en Suramérica para reunir algo más de dinero y poder así continuar su viaje. Este tiempo fue muy divertido para mis hermanos y para mí porque nos habían dicho que allá donde estaba Fadrique estaba también la selva más grande del mundo. Jugábamos entonces a ser exploradores de las Américas; pero siempre discutíamos sobre quién era Fadrique, pues todos queríamos serlo.
El caso es que la emoción y el revuelo causados por la boda fueron barridos de un plumazo con una nueva carta, y esta vez sí que fue mi madre la primera en enterarse. “¡¡Y solos lo han hecho!! ¡¡¡Solos!!! ¡Ni siquiera la decencia de estar con la familia!” Fueron las palabras que nos soltó nada más leer la carta. Habíamos sido los mellizos y yo los que habíamos avisado de que había correo, y como habíamos discutido acerca de quién leía la carta primero, madre se la llevó para quitarnos disgustos... con tan mala fortuna que el disgusto se lo llevó ella sola. Fadrique y Beatriz se habían casado en la ciudad de Santa Fe por el rito católico. Nos contaba en la postal que habían tenido algo de problemas por ser tan jóvenes (Fadrique contaba con veintiún años ya), pero que al final todo había salido genial y que a su regreso organizarían algo para celebrarlo con nosotros. Peor que el disgusto de madre fue el del señor Marcial. Fue madre a su casa a contarle la noticia (yo creo que tuvo un punto de venganza por lo de que él se hubiera enterado antes de que se habían prometido y que más que contarle la noticia fue a restregársela a la cara) y la vuelta, la oímos decirle a padre que el pobre hombre había acabado murmurando que si su hija estaba embarazada ya y que esto de casarse tan repentinamente era sólo para quitarse de problemas. Nosotros, los niños, nos emocionamos mucho pensando que seríamos tíos, pero pasaron los meses y no llegaron postales en las que se anunciara ningún embarazo de Beatriz.
Beatriz tenía un hermano pequeño que se llamaba Juan Carlos, pero todos lo llamaban Juancar. Este chico tenía la edad de mis hermanos y acudía a la misma escuela que ellos; se puso malo de tifus, y pensaron que se les iba. El señor Marcial escribió a su hija y a mi hermano pidiéndoles que volvieran lo antes posible a verlo, porque quizás Juancar no aguantaría mucho tiempo. Esta fue la razón por la que mi hermano y su mujer volvieron al viejo continente. Resultó que consiguieron un vuelo -jamás comprendí cómo lo hicieron, porque por aquel entonces costaban una millonada- de la Habana a Berna, pero para cuando estaban llegando a la frontera con Francia, Juancar milagrosamente mejoró hasta recuperarse y por eso no se molestaron ya en llegar a España.
Con la tontería, habían pasado ya dos años y medio en el extranjero, se defendían en tres idiomas y habían aprendido varios oficios. Seguían con sus postales (ahora sólo desde ciudades europeas como Bolognia, Viena, Bratislava o Copenhague) y por nuestros cumpleaños siempre llegaban paquetitos -ya desenvueltos porque los fisgoneaban en la frontera- con detalles para nosotros.
El cumpleaños de la abuela Vicenta era a principios de abril. Y ya nos avisó de que le quedaba poco, que “ella lo íba notando” y que teníamos que avisar a su Fadrique querido para que volviera porque lo suyo no era como lo de “ese mocoso mentiroso que jugaba con el tifus” sino que en breves nos dejaría y que tenía que ver a su nieto antes de marcharse. Mis padres escribieron a Fadrique (ahora vivía en Praga y se ganaba la vida de panadero) lanzándole indirectas sobre un posible retorno, pero mi hermano respondió con sucesivas postales contándoles lo maravillosa que era la vida en la ciudad donde estaba, sin darse por aludido. Al cabo de un tiempo, el verano anterior al octagésimo cuarto cumpleaños de mi abuela, se lo dijeron abiertamente, y Fadrique no se pudo negar. Acordó volver para principios de marzo y al poco de ese momento dejó de escribirnos con tanta frecuencia.
En el barrio -donde todos estaban al corriente en lo referente a la vida de mi hermano- comenzaron a insinuar que Fadrique se había enfadado por la petición y que por eso ya no nos escribía tanto. Los hermanos no podíamos creerlo, y César llegó a pegarse con el hijo de los Martínez a causa de esto. Pero finalmente llegó el final de febrero, y con ello el principio de marzo, y a su vez mi hermano, con su mujer... y con su hijo: Fadrique.
Mi sobrino había sido la razón por la que no nos había escrito tan a menudo. Cuando se presentaron en casa, con el capazo y las maletas, la familia se puso patas arriba de nuevo. “¡¡Un bisnieto, un bisnieto!!” Era lo único que acertaba a decir Vicenta. Todos estaban contentísimos (y esta vez no hubo rivalidades entre mi madre y el señor Marcial, porque estábamos todos en nuestra casa para recibir a los viajeros) y querían ver al niño. Había nacido en navidades, y habían estado tan liados haciendo de padres inexpertos que casi no habían podido escribir.
Con la sorpresa de tener un bisnieto, mi abuela se olvidó de la premonición aquella de que moriría con 84 años, y pasó un año, y otro, y otro... y no se marchó hasta que llegó a los 95. Mis dos hermanos hicieron ingenierías, y montaron sus vidas de una forma ordenada. Madre y padre dejaron de trabajar en este orden y decidieron marcharse al campo a vivir (por supuesto contando con la ayuda económica de sus hijos). Y Fadrique montó un negocio en el que vendía productos extranjeros de todo tipo al que llamó Fadrique's (nombre que nunca entendimos); tuvo una niña y la llamó Adelaida, y no volvió a salir del país en toda su vida, alegando que ya había visto suficiente mundo. Y yo, bueno, yo escribo en mis ratos libres.
La noticia se extendió como la pólvora, y, patrocinado por mis padres y el señor Marcial, se organizó un pica-pica bien bueno en el bar de la familia Martínez para celebrar la noticia. Recuerdo que a mis hermanos y a mí nos hizo mucha gracia aquello de hacer una fiesta sin que estuvieran los festejados. Todos nos pusimos las botas, y llegó a nuestros oídos que aquella noche más de uno echó lo que había tomado por la tarde.
La abuela Vicenta fue la que más se emocionó. Se fue al centro a ver tiendas de vestidos de novias y empezó a cotillear en todas las floristerías del barrio los precios de las composiciones florales: centros de mesa, ramos... Al poco tiempo mis padres se contagiaron de su entusiasmo y hablaron con el párroco para ir organizando el evento. Pasaron todo un año y medio en este plan, y mientras recibíamos noticias de que mi hermano se había asentado en Suramérica para reunir algo más de dinero y poder así continuar su viaje. Este tiempo fue muy divertido para mis hermanos y para mí porque nos habían dicho que allá donde estaba Fadrique estaba también la selva más grande del mundo. Jugábamos entonces a ser exploradores de las Américas; pero siempre discutíamos sobre quién era Fadrique, pues todos queríamos serlo.
El caso es que la emoción y el revuelo causados por la boda fueron barridos de un plumazo con una nueva carta, y esta vez sí que fue mi madre la primera en enterarse. “¡¡Y solos lo han hecho!! ¡¡¡Solos!!! ¡Ni siquiera la decencia de estar con la familia!” Fueron las palabras que nos soltó nada más leer la carta. Habíamos sido los mellizos y yo los que habíamos avisado de que había correo, y como habíamos discutido acerca de quién leía la carta primero, madre se la llevó para quitarnos disgustos... con tan mala fortuna que el disgusto se lo llevó ella sola. Fadrique y Beatriz se habían casado en la ciudad de Santa Fe por el rito católico. Nos contaba en la postal que habían tenido algo de problemas por ser tan jóvenes (Fadrique contaba con veintiún años ya), pero que al final todo había salido genial y que a su regreso organizarían algo para celebrarlo con nosotros. Peor que el disgusto de madre fue el del señor Marcial. Fue madre a su casa a contarle la noticia (yo creo que tuvo un punto de venganza por lo de que él se hubiera enterado antes de que se habían prometido y que más que contarle la noticia fue a restregársela a la cara) y la vuelta, la oímos decirle a padre que el pobre hombre había acabado murmurando que si su hija estaba embarazada ya y que esto de casarse tan repentinamente era sólo para quitarse de problemas. Nosotros, los niños, nos emocionamos mucho pensando que seríamos tíos, pero pasaron los meses y no llegaron postales en las que se anunciara ningún embarazo de Beatriz.
Beatriz tenía un hermano pequeño que se llamaba Juan Carlos, pero todos lo llamaban Juancar. Este chico tenía la edad de mis hermanos y acudía a la misma escuela que ellos; se puso malo de tifus, y pensaron que se les iba. El señor Marcial escribió a su hija y a mi hermano pidiéndoles que volvieran lo antes posible a verlo, porque quizás Juancar no aguantaría mucho tiempo. Esta fue la razón por la que mi hermano y su mujer volvieron al viejo continente. Resultó que consiguieron un vuelo -jamás comprendí cómo lo hicieron, porque por aquel entonces costaban una millonada- de la Habana a Berna, pero para cuando estaban llegando a la frontera con Francia, Juancar milagrosamente mejoró hasta recuperarse y por eso no se molestaron ya en llegar a España.
Con la tontería, habían pasado ya dos años y medio en el extranjero, se defendían en tres idiomas y habían aprendido varios oficios. Seguían con sus postales (ahora sólo desde ciudades europeas como Bolognia, Viena, Bratislava o Copenhague) y por nuestros cumpleaños siempre llegaban paquetitos -ya desenvueltos porque los fisgoneaban en la frontera- con detalles para nosotros.
El cumpleaños de la abuela Vicenta era a principios de abril. Y ya nos avisó de que le quedaba poco, que “ella lo íba notando” y que teníamos que avisar a su Fadrique querido para que volviera porque lo suyo no era como lo de “ese mocoso mentiroso que jugaba con el tifus” sino que en breves nos dejaría y que tenía que ver a su nieto antes de marcharse. Mis padres escribieron a Fadrique (ahora vivía en Praga y se ganaba la vida de panadero) lanzándole indirectas sobre un posible retorno, pero mi hermano respondió con sucesivas postales contándoles lo maravillosa que era la vida en la ciudad donde estaba, sin darse por aludido. Al cabo de un tiempo, el verano anterior al octagésimo cuarto cumpleaños de mi abuela, se lo dijeron abiertamente, y Fadrique no se pudo negar. Acordó volver para principios de marzo y al poco de ese momento dejó de escribirnos con tanta frecuencia.
En el barrio -donde todos estaban al corriente en lo referente a la vida de mi hermano- comenzaron a insinuar que Fadrique se había enfadado por la petición y que por eso ya no nos escribía tanto. Los hermanos no podíamos creerlo, y César llegó a pegarse con el hijo de los Martínez a causa de esto. Pero finalmente llegó el final de febrero, y con ello el principio de marzo, y a su vez mi hermano, con su mujer... y con su hijo: Fadrique.
Mi sobrino había sido la razón por la que no nos había escrito tan a menudo. Cuando se presentaron en casa, con el capazo y las maletas, la familia se puso patas arriba de nuevo. “¡¡Un bisnieto, un bisnieto!!” Era lo único que acertaba a decir Vicenta. Todos estaban contentísimos (y esta vez no hubo rivalidades entre mi madre y el señor Marcial, porque estábamos todos en nuestra casa para recibir a los viajeros) y querían ver al niño. Había nacido en navidades, y habían estado tan liados haciendo de padres inexpertos que casi no habían podido escribir.
Con la sorpresa de tener un bisnieto, mi abuela se olvidó de la premonición aquella de que moriría con 84 años, y pasó un año, y otro, y otro... y no se marchó hasta que llegó a los 95. Mis dos hermanos hicieron ingenierías, y montaron sus vidas de una forma ordenada. Madre y padre dejaron de trabajar en este orden y decidieron marcharse al campo a vivir (por supuesto contando con la ayuda económica de sus hijos). Y Fadrique montó un negocio en el que vendía productos extranjeros de todo tipo al que llamó Fadrique's (nombre que nunca entendimos); tuvo una niña y la llamó Adelaida, y no volvió a salir del país en toda su vida, alegando que ya había visto suficiente mundo. Y yo, bueno, yo escribo en mis ratos libres.
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