El día que nuestro hermano Fadrique dijo que se marchaba de casa, la familia se puso patas arriba. Por aquel entonces yo tendría unos nueve años, y vivíamos todavía en la calle Villamerino. Llegó Fadrique a la cena una noche y nos lo dijo: que se iba con la novia, que recorrerían mundo y que después volverían. Todos se lo tomaron bastante mal. Mi padre dejó de hablar durante una semana entera, mi madre lloraba continuamente, pero lo peor eran los chismorreos de la abuela Vicenta, que se pasaba todo el día comentando cómo seguro que todo aquello era una idea de la novia para llevarse a su Fadrique querido.
César, Miguel, Adelaida y yo nos entristecíamos de pensar que nuestro hermano mayor se marchaba, pero como éramos tan pequeños ninguno entendíamos nada. Porque todo el mundo sabe que a los niños no se les explica nada.
De los cinco, Fadrique nació el primero, madre nos contó que fue una noche de invierno tras la Guerra; luego vine yo, pero para entonces ya habían pasado nueve años; César y Miguel vinieron juntos, y nacieron en la primavera del año siguiente; y Adelaida nació cuando yo tenía seis años. Debido a la edad, nunca nos llevamos mucho con Fadrique: él hacía su vida, un poco por su cuenta, y el resto sí que parecíamos una verdadera familia. Pero esta situación no quita que le quisieramos con locura. Todos le adorábamos. Era guapo y bien plantado, pero nunca estudió (quizá fuera porque mis padres nunca se preocuparon de inculcarle la importancia que tienen los estudios, no así como al resto de los hermanos). En seguida causó furor en el barrio, y todas las niñas le iban detrás. No tenía nada especial que ofrecer (no era como estos chavalines que van exhibiendo la moto o alguna chuchería para fardar) pero tenía un encanto particular, y por ello se le estimaba.
Ya he mencionado que mi hermano iba un poco por su cuenta, y si bien era cierto que padre y madre no le hacían mucho caso, todo lo contrario sucedía con la abuela Vicenta. La buena mujer vivía con nosotros desde que falleció mi abuelo, y andaba siempre con su vestido de flores azulonas y moviendo su gran cuerpo de un lado a otro de la casa. La abuela idolatraba a Fadrique: “¡El hombre de la casa! ¡Mi primer nieto!” decía siempre que tenía ocasión. Y en cambio cuando llegábamos alguno de los pequeños no hacía muchos esfuerzos por hacer que nos sintiéramos importantes o queridos. La abuela guardaba en un arcón en su cuarto una serie de tesoros que sólo dejaba ver a Fadrique. Él luego nos confiaba lo que había, y recuerdo en especial una noche en que César, Miguel y yo no podíamos dormir que nuestro hermano nos contó una historia sobre las reliquias que guardaba la abuela.
En seguida se puso Fadrique a trabajar. Los gastos familiares nos achuchaban y necesitábamos más ingresos para hacerles frente, y viendo que no primaban los estudios en la vida de Fadrique, madre habló con nuestro vecino del 5º y le arregló un puesto de recadero en La Cremosa, la industria de lácteos famosa en la época. Además de ayudar a la familia, a sus 16 años, ya recibía unas pesetillas para su propio consumo, las cuales empleaba con bastante cabeza.
A mí sus amigos me fascinaban: se llevaba Fadrique con una panda de chavales algo arrabaleros y chulescos; y nos resultaba muy curiosa esta combinación, puesto que nuestro hermano (quitando la parte de los estudios) estaba muy bien educado, y era un chico muy recatado. Y aún más, no llegó nunca a contagiarse de estas influencias, siendo los otros los que recondujeron -con el tiempo- sus vidas. La noche en que dijo que se marchaba, además de acusar a la novia de ser la artífice de tal artimaña, madre insinuó que había sido culpa de Coque. Este Coque (Alberto Coque, para más datos) era el inseparable de mi hermano. Eran uña y carne, pero tan distintos como la noche y el día. Desde el primer momento a mis padres no les agradó, no era mala persona ni nada por el estilo, pero llevaba escrito en la frente el origen humilde de su familia, y eso en mi casa no era bien recibido. En cambio, con nosotros, los niños, siempre fue simpático: nos tenía cariño y siempre que podía nos traía golosinas de aquellas de la señora Sabina, quién tenía una tienda de comestibles en la esquina. El resto de amigos venía bastante por casa a recoger a mi hermano, no llegaban nunca a subir como Coque, pero sí que llamaban constantemente al telefonillo para que Fadrique bajara. Mi abuela se reía como una loca: “¡Hay que ver cómo quieren a este niño!”; pero mis padres solían poner cara de circunstancias y en ocasiones podían pasarse una tarde contrariados por aquello de que el chico saliera tanto de casa. Ninguno de ellos nos llegó a tratar mal nunca, siempre estaba Fadrique ahí para defendernos a los cuatro, pero si que era cierto que nos pinchaban a menudo. De vez en cuando íbamos -los mellizos y yo- con Fadrique a hacer recados por el barrio era entonces cuando solían aparecer sus amigos por la zona y aprovechaban para hacernos de rabiar. Pero, como ya he mencionado, Fadrique les decía cuatro cosas y entonces paraban la broma.
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