martes, 20 de diciembre de 2011

M'Anita

¡Ay Salzburgo! ¡Qué alegría haber ido a allí!

Cuando Anita me llamó por teléfono para contármelo no me lo podía creer: "Poppy, ¡Me han dado la beca! ¡Me voy para allá!" Era genial, se iba a hacer lo que siempre había querido: tocar el oboe. Y se me iba al mejor lugar al que podía ir. La iba a echar mucho de menos, pero era una oportunidad única.

Caminaba por las callecitas empedradas tratando de no resbalarme con el hielo y la nieve aplastada de la acera, y pensaba en la cantidad de veces que nos habíamos planteado el porvenir. Chamberí estaba lejos en el espacio y en el tiempo, pero de igual manera en mi cabeza se mantenía nítida la imagen de dos chicas que comentaban miles de problemas -o mejor dicho, tonterías- en un escalón de un portal serio.

Llegué al café dónde me había dicho que la esperara: el Café Mozart. Se trataba de un edificio del siglo XIX de ventanas amplias y con ornamentos dorados en la fachada. La verdad es que esa ciudad era maravillosa y desde el momento en que me bajé del avión tenía la certeza de haber llegado a un sitio especial. Me senté en una mesita de mármol de cara al interior del local y me distraje mirando los delicados frescos de las paredes.

-¡¡Poppy, ya estoy aquí!!- me gritó una voz a la espalda.
Me giré y la ví con su conocido gorrito de lana de dibujos en zigzag y con la bufanda tupida que le cubría gran parte de la cara, dejándo sólo visibles las dos mejillas coloradas por el frío y la nariz.
-¡M'Anita, en serio, qué ganas tenía de verte!- Nos abrazamos con mucha fuerza, como para partirnos las costillas, pero estábamos francamente ilusionadas de vernos... era de esperar.
-Cuánto tiempo hacía que nadie me llamaba M'Anita..-

Había sido su hermana pequeña Almudena la que empezó a llamarla así. Era una mezcal entre "Mi Anita" y "Hermanita". Y así se quedó en el cole también.

-Bueno, cuéntame. ¿Cómo te va todo esto? ¿Oboes? ¿Nieve? ¿Alemán? ¿Austriacos?- Añadí riéndome.
Se fue quitándo el abrigo y el gorro mientras se reía con mi broma y ví que se había hecho una permanente y ahora llevaba el pelo muy cortito.
-Bueno, me tomo las cosas con calma- Apareció un camarero de punta en blanco y en un perfecto alemán, M'Anita le pidió dos chocolates- Ya sabes, aquí hay muchas cosas, y hay que aprovecharlas. Pero Madrid... ¡Es mucho Madrid!.- Dijo guiñandome un ojo.
-¡¿Y la perm?! Madre mía, poquitos meses fuera parece que estuvieras en la peli de "Grease".-Nos desternillamos de la risa, y una señora gorda que estaba en la mesa de al lado nos puso mala cara.
-Ya sabes, ahora puedo hacer lo que siempre había querido-Me miró con complicidad y acto seguido se atusó el pelo con la mano izquierda como hacían las modelos del siglo pasado: poniendo la mano hueca y empujando la melena con suavidad de abajo a arriba. Ambas comenzamos a reirnos de nuevo sin poder evitarlo.
 Pasamos toda la tarde en el café. Y los clientes fueron cambiando, y cuando ya se había ido el sol y los copos de nieve volvían a caer sobre Salzburgo, salimos del local.

-Bueno M'Anita, espero que me avises con tiempo sobre cuando vuelves a Madrid.-
-Bah, descuida, Poppy, si sólo me falta cerrar las maletas.-Se rió -En tres semanas estoy allí otra vez.-




Tras otro abrazo (altamente perjudicial para la columna) tomó el tranvía 41 y se perdió en la noche austriaca mientras que yo paseé hasta mi hotel donde me esperaba una tarta sacher de otra ciudad austriaca cercana.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Zip your mouth, if you please

Él era una de esas personas que te miraban por encima del hombro. Pero jamás lo reconocería. Le queríamos mucho y él nos quería también, pero igualmente le encantaba ir de aquí para allá dando su opinión, sin importar si se la habíamos pedido o no. Deambulaba como si él hubiera vivido más experiencias que cualquiera de nosotros, pobres infelices que jamás habíamos pisado otra cosa que no fuera la monótona tierra en la que habíamos nacido. Y aunque era cierto que a veces tenía buenas ideas, era ese brillo ufano lo que le perdía por completo. Lo peor de todo era que los argumentos que tenía muchas veces eran irrefutables, pero no por ello del todo ciertos... o agradables de oír. Parecía disfrutar con sus comentarios.

De todas formas, en el fondo siempre supe que lo hacía porque se sentía perdido. Él era distinto, a su manera. No era más distinto o especial de lo que podíamos ser cualquiera de nosotros. Sólo que a él le gustaba remarcarlo. En contadas ocasiones le dejé irse con la suya, pero más que nada porque me daba un pelín de lástima.

Fausto iba con su pelo rubio repeinado, y con esos chalecos que le quedaban tan bien. Le encantaba salir por la zona antigua de la ciudad y no paraba de idear planes nuevos que el resto aplaudíamos. Arrasaba por doquiera que fuera: hombres y mujeres se giraban cuando pasaba por la calle. Podía haber sido modelo de alguna marca de prestigio, pero él sabía que la imagen de "alma libre" que trataba de proyectar no habría casado bien con aquello.

Pero aquel día ya fue demasiado: le expliqué que habíamos tenido que cerrar el taller y no se le ocurrió otra cosa que soltar otra de las suyas. Me miró tranquilo, abriendo mucho sus ojos negros expresivos y me dijo con su voz calmada: "Pero, cielo, ahora podrás dedicarte a ti misma. Lo sabes, ¿no?"

Yo le sonreí con calma, dejé el café en la mesa de la terracita en la que nos habíamos sentado, me levanté y me di media vuelta sin preocuparme de dejar algo para pagar lo que nos habíamos tomado. Hay cosas que no se dicen, Fausto lo aprendió tarde.

martes, 6 de diciembre de 2011

uptowngirl

.                                                                                     .                                                                               .