Cuando volví a Carbel aquel año, pocas cosas habían cambiado. La tía María seguía con su huerto y su pozo, el kioskero de la plaza seguía vendiendo "La Marmota" y las misas de los domingos por la tarde se sucedían de semana en semana.
El problema era que yo había crecido. Pasé toda mi infancia en la capital, y sólo en los veranos iba a Carbel a ver a toda la familia. Y yo tenía otra visión del mundo: conocía las carreteras comarcales, había vivido en otras ciudades del país, había ido al extranjero, sabía idiomas, conocía otras opiniones... y en Carbel todo seguía igual: la valla del señor Roberto estaba igual de rota, mis primos seguían yendo de excursión al caño del colmenero, se seguía hablando el dialecto de allí y seguían empeñados en que Carbel era el mejor pueblo del mundo.
Y yo... ¡Pues claro que sí! Carbel era el mejor pueblo del mundo. Una alegría me inundaba el pecho cada vez que cruzaba el cartel de bienvenida, todos los años acababa con un nudo en la garganta por la emoción de ver los fuegos artificiales de las fiestas de Carbel, y para mí el camino del caño era uno de los paisajes más bellos que había visto nunca. Pero aquel año yo había crecido, y ya no era el niño que bajaba a comprar helados en pantalones cortos con mis primos a la hora de la siesta; llevaba tres años en la universidad y el mundo se iba descubriendo ante mí como un concepto complejo y, en ocasiones, doloroso.
Estaban raros, los carbeleños empezaban a exagerar con aquello de que Carbel era la mejor patria del mundo. Quizá siempre fuera así, pero hasta aquel año no me percaté de la insistencia del pueblo en el tema, mis familiares soltaban comentarios aquí y allá, y hasta el alcalde había comenzado la campaña de "Carbel hasta el infinito" como forma de promover el pueblo. El problema era que no se trataba de una mera promoción, la campaña tenía un punto de desprecio por lo ajeno a Carbel. Sin embargo, yo no le dí importancia, porque yo era uno de ellos al fin y al cabo, y Carbel era el pueblo más bonito del mundo.
-Pero es que tú no eres de aquí- me dijo mi prima Mabel tímidamente cuando volvíamos todos esa tarde de ver la feria.
-Sí soy de aquí- le respondí yo muy tranquilo.
Ante mi respuesta se rieron un poco los demás.
-Hombre, carbeleño, carbeleño, no eres, Guille. No hablas el dialecto.- dijo Joaquin.
-Ni vives aquí- añadió Alberto.
Era cierto, no vivía allí durante el año, ni hablaba bien el dialecto; pero en los últimos cuatro años me había esmerado mucho y practicaba sin descanso con el tío Javier en la capital, por no mencionar que me conocía el pueblo casi tan bien como ellos y también tenía una casa, y unas raíces -ellos- con las que identificarme.
-Bueno, ¿Y si viviera aquí siempre, sería carbeleño?- les pregunté esperanzado.
-Pues eso sería interesante- empezó Sara dándome esperanza- pero igualmente, fíjate en mi abuelo Romero, lleva tooooda la vida en Carbel, pero no habla ni una palabra del dialecto; por eso, siempre ha sido, y siempre será de Villaconejos de Arriba. Por mucho tiempo que viva aquí y por más que esté casado con la abuela Adela.-
-Es verdad, hasta el alcalde lo decretó en la última ley de censo municipal.-
-Mira, Guille, requisito imprescindible...-
No volví a hablar en toda la noche, y quedé con aire apenado. Muy apenado. Me habían echado de su lado, me habían denegado un sentimiento. Puesto que ¿Qué es el nacionalismo sino un sentimiento? Eso decían los europeos del siglo XIX cuando revindicaban la formación de naciones importantes como Alemania o Italia, un sentimiento puro y duro que les unía a todos. Un amor a un territorio, a unas costumbres y a un idioma. ¿No contaba para nada que mi familia, mis orígenes estuvieran en Carbel? ¿El esfuerzo por aprender el idioma no importaba si no se llegaba nunca a dominar? El suelo desapareció bajo mis pies esa noche, ¿Qué clase de movimiento que instigaba la exclusión estaba promoviendo el alcalde con su legislación? Porque si bien hay muchos males en el mundo, el pecho se desgarra y no sana jamás cuando uno se convierte en un "sin tierra". Y eso me habían hecho a mí, me excluían de Carbel, me arrancaban de mis raíces y me denegaban un sentimiento.
Llegó a tal extremo la vanidad de mis bienamados carbeleños, que llegado el momento, el pueblo no quiso saber nada más del mundo exterior; se llevó a cabo un proceso de independencia y prosiguieron con sus vidas, aparentemente más contentos. Dos días después de la proclamación de la República de Carbel, llegó una carta oficial a mi casa con la firma del alcalde: se me concederían -si así era mi deseo- un pasaporte y la doble nacionalidad. Mas con el alma sangrando nostalgia y desengaño rompí la carta, ¿para qué quería lo que me pertenecía por derecho, si jamás lo reconocerían quienes más me importaban?
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