Salí del lobby con las deportivas bien atadas, a paso lento y con el pelo rubio retirado de la cara para poder ver bien. Pasé la garita y llegué al puente que unía Sole Island con el resto de Miami. El mar contaba historias azules... pero yo no las oía, porque tenía los cascos puestos.
En determinado momento la batería empezó a sonar, se juntó el bajo, se unieron las gitarras y el cantante no cantó: empezó a gritar con todo el aire de sus pulmones. Le contaba al mundo lo capaz que era, lo vivo que estaba y demostraba su determinación. Fue por los gritos que empecé a correr, corrí todo el trecho final del puente y llegué a tierra firme; se acabaron el acero y el el cemento suspendidos sobre el mar.
Seguí corriendo, saltando por el alquitrán negro bajo las palmeras y las lianas que intentaban sobrevivir entre los chalés de Miami... los cantantes se sucedían, y todos contaban algo distinto. Ya no había gritos, pero siempre estaban los golpes sordos de la batería al fondo. Iban al ritmo de mis pasos, que hacían "tap, tap, tap" en el suelo a medida que corría... pero yo no los oía, porque tenía los cascos puestos.
Entré en el parquecito ensimismada, pensando en lo que había hecho aquella mañana al despedirme de los recepcionistas, y sonreí con maldad cuando me acordé de cómo se les iluminó la cara cuando les sonreí con dulzura. Como si aquella sonrisa fuera dirigida particularmente a cada uno de ellos, y no un artificio creado en el espejo aplicable a la generalidad. Aceleré el ritmo cuando mi mente se paró a pensar en todos y cada uno de los "pagafantas" que había creado en aquel viaje. Hice recuento: una cocacola, una entrada a una discoteca, varias comidas, una tarta... ¡Quién te ha visto y quién te ve, Alicia! ¡Pobres infelices! Como si a mí me importara lo más mínimo cualquier cosa que hicieran para complacerme.
Cuando estaba en la mitad del caminito que atravesaba el parque me paré a pensar en qué quería yo. Porque, desde luego, había que admitir que lo anterior era divertido, pero no era una meta... era un pasatiempo. Yo quería escribir un cuento cursi, enrevesado pero corto, en el que el el asentamiento llegara pronto para poder prolongar el "y vivieron felices y comieron perdices" hasta el final de mis días... Pero también quería vivir aventuras, estar despreocupada y no quería tener hijos en aquel momento. ¡Si aún no me hubiera enamorado nunca! Pero ya sabía lo que era no pensar en nada y en todo a la vez, y el resto de chorradas que hacían que la vida incluso mejorara a la mejor de las historias inventadas...
Así que mientras sobrepasaba a los culturistas que hacían flexiones en la esquina oeste del parque, llegué al resumen del problema: quería vivir sin comprometerme pero quería enamorarme. ¿Cómo se comía aquello? Otro cantante había empezado a llorar una balada en mis oídos... aminoré el paso para poder pensar mejor. Un perro ladraba a las lagartijas cerca de los culturistas... pero yo no lo oía, porque tenía los cascos puestos.
Salí del parque y volví a la carretera, a deshacer lo andado y a volver a Sole Island. Ahora iba más rápido porque alquien volvía a gritar la solución a los problemas configurada en un pentagrama. Y yo seguía rumiando el ensamblaje de la juventud, la coherencia y la diversión y tratando de averigüar si era factible todo aquello.
Torcí a la derecha, y ya ví el principio del puente para llegar a Sole Island, sólo quedaban unas calles entremedias para llegar hasta él. Y mientras me apartaba un mechón rubio de los ojos, pensé en el puzle que se me presentaba, tan extravagante y provocador. La conclusión, tras dos calles y a pocos metros del puente, llegó clara: tenía todavía tiempo para enamorarme muchas veces.
Y fue justo en ese instante cuando el coche me atropelló... pero yo no lo oí, porque tenía los cascos puestos.