No importaba que llevara no días ni meses, años, preparándome para este momento: la muerte siempre nos pilla por sorpresa.
Con un simple "ya está" supimos que te habías ido. Y aunque no ha pasado ni una semana, sigo con la impresión de que todo pasó ayer mismo, o esta mañana incluso. Si, eso es, fuimos esta mañana todos en silencio en el coche. Miraba yo al oeste, y aunque nadie más parecía fijarse, yo sé que era tuyo, era tu atardecer. Era el atardecer más bonito que he visto en mi corta vida. A su vez, el silencio era ensordecedor, propio de un día nevado de invierno, no de finales de agosto. Y al llegar al destino nos invadió una oscuridad cálida y aquel silencio aturdidor quedó roto por nuestras miradas de desolación.
Te ví entonces sentado al borde de la piscina, con tu sombrero de tela embutido hasta las orejas, con el pantalon corto arremangado de aquella forma tan graciosa, leyendo a la sombra de los pinos tu ABC. Y las lágrimas acudieron a mí como imanes al verte a la vez en aquella cama blanca y blanda, dormido para siempre. Estabas después con Patricia, con Miguel, con Juana y conmigo en la mesa de piedra, sacabas un martillo y la bolsa de las almendras y piñones, y nos enseñabas a partirlas sin que se rompieran. Y a la vez caían mis lágrimas del tamaño de los piñones que partíamos en aquella mesa. Y mientras miraba tu cara tranquila, te recordé sentado en aquel banco de la Plaza de Chamberí sonriendo al vernos salir de una tienda la primera vez que compré algo, con las 100 pesetas que me diste.
En fin, he visto el humo, he contemplado el polvo, he llorado la sal y atesoro el recuerdo de tí. Hasta pronto, Abuelo Guimo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario