martes, 16 de agosto de 2011

Mi hermano Fadrique (4)

 En el barrio nos preguntaban por la pareja: “¿Y los jóvenes? ¿Por dónde andan ahora?”, “¿¡Qué han cruzado el charco!?”, “¿Es cierto lo del niño?”. Fue muy comentado el hecho de que se habían ido sin estar casados, pero pese a ello todo el mundo siguió con entusiasmo las novedades que recibíamos, e incluso se íban corriendo bulos y falsos rumores acerca de su travesía. En cuanto el señor Marcial o nosotros recibíamos correspodencia se despertaba un gran interés por saber qué noticias había de mi hermano y su novia. En determinado momento, sería cuando ya llevaban cuatro meses de viaje, fuimos avisados de que se les podía considerar “prometidos”. Llegó a la hora de la siesta el señor Marcial agitando una carta de su hija gritando “¡Se nos casan! ¡¡Que se nos casaan!!”. Y por supuesto, a mi madre le sentó muy mal. Primero porque esto fue a la hora de la siesta y no le gustaba nada que se la despertara, y segundo porque le habría encantado saberlo antes que su futuro consuegro.
La noticia se extendió como la pólvora, y, patrocinado por mis padres y el señor Marcial, se organizó un pica-pica bien bueno en el bar de la familia Martínez para celebrar la noticia. Recuerdo que a mis hermanos y a mí nos hizo mucha gracia aquello de hacer una fiesta sin que estuvieran los festejados. Todos nos pusimos las botas, y llegó a nuestros oídos que aquella noche más de uno echó lo que había tomado por la tarde.

La abuela Vicenta fue la que más se emocionó. Se fue al centro a ver tiendas de vestidos de novias y empezó a cotillear en todas las floristerías del barrio los precios de las composiciones florales: centros de mesa, ramos... Al poco tiempo mis padres se contagiaron de su entusiasmo y hablaron con el párroco para ir organizando el evento. Pasaron todo un año y medio en este plan, y mientras recibíamos noticias de que mi hermano se había asentado en Suramérica para reunir algo más de dinero y poder así continuar su viaje. Este tiempo fue muy divertido para mis hermanos y para mí porque nos habían dicho que allá donde estaba Fadrique estaba también la selva más grande del mundo. Jugábamos entonces a ser exploradores de las Américas; pero siempre discutíamos sobre quién era Fadrique, pues todos queríamos serlo.

El caso es que la emoción y el revuelo causados por la boda fueron barridos de un plumazo con una nueva carta, y esta vez sí que fue mi madre la primera en enterarse. “¡¡Y solos lo han hecho!! ¡¡¡Solos!!! ¡Ni siquiera la decencia de estar con la familia!” Fueron las palabras que nos soltó nada más leer la carta. Habíamos sido los mellizos y yo los que habíamos avisado de que había correo, y como habíamos discutido acerca de quién leía la carta primero, madre se la llevó para quitarnos disgustos... con tan mala fortuna que el disgusto se lo llevó ella sola. Fadrique y Beatriz se habían casado en la ciudad de Santa Fe por el rito católico. Nos contaba en la postal que habían tenido algo de problemas por ser tan jóvenes (Fadrique contaba con veintiún años ya), pero que al final todo había salido genial y que a su regreso organizarían algo para celebrarlo con nosotros. Peor que el disgusto de madre fue el del señor Marcial. Fue madre a su casa a contarle la noticia (yo creo que tuvo un punto de venganza por lo de que él se hubiera enterado antes de que se habían prometido y que más que contarle la noticia fue a restregársela a la cara) y la vuelta, la oímos decirle a padre que el pobre hombre había acabado murmurando que si su hija estaba embarazada ya y que esto de casarse tan repentinamente era sólo para quitarse de problemas. Nosotros, los niños, nos emocionamos mucho pensando que seríamos tíos, pero pasaron los meses y no llegaron postales en las que se anunciara ningún embarazo de Beatriz.

Beatriz tenía un hermano pequeño que se llamaba Juan Carlos, pero todos lo llamaban Juancar. Este chico tenía la edad de mis hermanos y acudía a la misma escuela que ellos; se puso malo de tifus, y pensaron que se les iba. El señor Marcial escribió a su hija y a mi hermano pidiéndoles que volvieran lo antes posible a verlo, porque quizás Juancar no aguantaría mucho tiempo. Esta fue la razón por la que mi hermano y su mujer volvieron al viejo continente. Resultó que consiguieron un vuelo -jamás comprendí cómo lo hicieron, porque por aquel entonces costaban una millonada- de la Habana a Berna, pero para cuando estaban llegando a la frontera con Francia, Juancar milagrosamente mejoró hasta recuperarse y por eso no se molestaron ya en llegar a España.

Con la tontería, habían pasado ya dos años y medio en el extranjero, se defendían en tres idiomas y habían aprendido varios oficios. Seguían con sus postales (ahora sólo desde ciudades europeas como Bolognia, Viena, Bratislava o Copenhague) y por nuestros cumpleaños siempre llegaban paquetitos -ya desenvueltos porque los fisgoneaban en la frontera- con detalles para nosotros.

El cumpleaños de la abuela Vicenta era a principios de abril. Y ya nos avisó de que le quedaba poco, que “ella lo íba notando” y que teníamos que avisar a su Fadrique querido para que volviera porque lo suyo no era como lo de “ese mocoso mentiroso que jugaba con el tifus” sino que en breves nos dejaría y que tenía que ver a su nieto antes de marcharse. Mis padres escribieron a Fadrique (ahora vivía en Praga y se ganaba la vida de panadero) lanzándole indirectas sobre un posible retorno, pero mi hermano respondió con sucesivas postales contándoles lo maravillosa que era la vida en la ciudad donde estaba, sin darse por aludido. Al cabo de un tiempo, el verano anterior al octagésimo cuarto cumpleaños de mi abuela, se lo dijeron abiertamente, y Fadrique no se pudo negar. Acordó volver para principios de marzo y al poco de ese momento dejó de escribirnos con tanta frecuencia.

En el barrio -donde todos estaban al corriente en lo referente a la vida de mi hermano- comenzaron a insinuar que Fadrique se había enfadado por la petición y que por eso ya no nos escribía tanto. Los hermanos no podíamos creerlo, y César llegó a pegarse con el hijo de los Martínez a causa de esto. Pero finalmente llegó el final de febrero, y con ello el principio de marzo, y a su vez mi hermano, con su mujer... y con su hijo: Fadrique.

Mi sobrino había sido la razón por la que no nos había escrito tan a menudo. Cuando se presentaron en casa, con el capazo y las maletas, la familia se puso patas arriba de nuevo. “¡¡Un bisnieto, un bisnieto!!” Era lo único que acertaba a decir Vicenta. Todos estaban contentísimos (y esta vez no hubo rivalidades entre mi madre y el señor Marcial, porque estábamos todos en nuestra casa para recibir a los viajeros) y querían ver al niño. Había nacido en navidades, y habían estado tan liados haciendo de padres inexpertos que casi no habían podido escribir.

Con la sorpresa de tener un bisnieto, mi abuela se olvidó de la premonición aquella de que moriría con 84 años, y pasó un año, y otro, y otro... y no se marchó hasta que llegó a los 95. Mis dos hermanos hicieron ingenierías, y montaron sus vidas de una forma ordenada. Madre y padre dejaron de trabajar en este orden y decidieron marcharse al campo a vivir (por supuesto contando con la ayuda económica de sus hijos). Y Fadrique montó un negocio en el que vendía productos extranjeros de todo tipo al que llamó Fadrique's (nombre que nunca entendimos); tuvo una niña y la llamó Adelaida, y no volvió a salir del país en toda su vida, alegando que ya había visto suficiente mundo. Y yo, bueno, yo escribo en mis ratos libres.

Mi hermano Fadrique (3)

La normalidad volvió cuando Fadrique se reincorporó al trabajo. No se dieron muchas novedades en esta temporada. Y fue varios meses después que comenzó la idea de que se nos marchaba de casa. Un buen día le preguntó César a Fadrique que qué hacía con el dinero que conservaba de su sueldo, a lo que mi hermano mayor respondió que estaba ahorrando para irse. “¿Cómo que irte?” Le preguntaron mis padres. Y entonces Fadrique dijo que quería irse a esquiar por ahí, en un futuro. Quedaron los padres contentos con la respuesta, pensando que sería dentro de mucho. Y con la enfermedad de Adelaida se olvidaron del asunto. Adelaidita se nos pilló algo gordo, pero nunca llegué a enterarme de qué fue, porque una vez que murió no se pudo volver a hablar de ella en casa. Estuvo en cama durante mucho tiempo y un buen día no se despertó. Todos en casa nos pusimos muy tristes, pero hay que pensar que no era tan raro que murieran los niños tan pequeños en aquella época. Me quedé entonces de única niña en la familia, y creo que por eso me hicieron un poquito más de caso que antes. Tuvimos un entierro íntimo en la Almudena al que acudieron los familiares más cercanos: el tío Emilio con su mujer, Aurora; los abuelos de Ciudad Real; la prima gorda con su prometido; y nuestro tío abuelo soltero Bernardo. Y no se volvió a mencionar a Adelaida.

Pasado un año de todo esto fue cuando volvió a aparecer la idea del viaje de Fadrique, y padre y madre le siguieron la corriente pensando que eran planes a largo plazo. Al poco, la abuela Vicenta también se puso mala, y durante una temporada hubo mucho miedo en casa de que la perdiéramos como a mi hermana. Según mis padres “Las desgracias nunca vienen solas”, a lo que mi abuela respondía -con mucho mal humor- que se dejaran de estupideces, que su abuela había llegado hasta los 84 años, que su madre también y que ella no sería menos, con lo que, aún le quedaban pocos años hasta llegar a esta cifra. Resultó que la abuela tenía razón, se recuperó al tiempo y llegó a los 84.

Fadrique y Beatriz ganaron suficiente como para pagar un pisito en Peñaribes, al lado de casa. Lo que pasaba era que como ya no éramos tantos (habíamos pasado a ser sólo seis), el piso de la calle de Villamerino se nos quedaba grande, y por eso madre y padre buscaron otro por el barrio. Nos mudamos en seguida a un pisito de la zona, aún más cerca de Fadrique y de su novia. En casa todos se lo tomaron muy bien: Fadrique, a sus dieciocho años, ya se independizaba. Pero en realidad, Fadrique seguía contribuyendo económicamente a la familia (había sido la condición que le puso padre para marcharse), y por eso no era una independencia completa. Supongo que por eso todos estaban tan contentos.

Venía mi hermano a cenar una vez por semana, para así seguir viéndonos a todos. Era el único momento en que la abuela se dignaba a entrar en la cocina, y la veíamos todos entre vapores y cacharros removiendo salsas y comprobando continuamente la temperatura del horno. Mi abuela cocinaba que daba gusto, pero no le daba la gana de ponerse a trajinar, y era mi madre la que guisaba a diario. En cambio, aquello de limpiar y ordenar no le disgustaba tanto, y si que se esmeraba en dejar la casa como los chorros del oro. Nadie se lo recriminó nunca, lo de que sólo cocinara cuando venían Beatriz y Fadrique, pero todos -en especial los tres hermanos- nos reíamos a espaldas de ella la tarde de los jueves (que era el día fijado para que vinieran) cuando se ponía el delantal colorado y encendía los fogones.

Resultó que uno de estos jueves vino Fadrique sin Beatriz; madre le preguntó que por qué no había venido con ella, a lo que mi hermano respondió que no se encontraba muy bien y que se había ido a casa de su madre a que la cuidaran bien. Recuerdo que la abuela Vicenta había cocinado pollo al licor de la naranja, y que hasta madre y padre estaban contentos de ver a su primogénito por casa, por lo que compraron unos postres de repostería refinada para hacerle algo de fiesta. Pero la cena se fue volviendo tensa por momentos: a mitad de la misma, mi hermano César rompió un vaso, al poco rato yo derramé un poco de la salsa del pollo en el mantel bonito, y para cerrar la ceremonia Fadrique nos dió la noticia.

“Me marcho” dijo simplemente. Vicenta se atragantó con su delicioso pollo. Y mis padres cambiaron la cara (bueno, ya estaban algo disgustados con los acontecimientos anteriores así que mucho no cambiaron su expresión, pero digamos que un grado de seriedad mayor si que adquirieron sus semblantes) y le miraron como quién espera una explicación más extensa. Mis hermanos pequeños y yo no comprendíamos nada, pero el cambio de ambiente que se había dado nos decía que algo serio se estaba cociendo. “Beatriz y yo nos vamos, queremos recorrer mundo. Esquiar” nos explicó Fadrique. El resto de la cena fue una eterna discusión en la que madre, padre y Vicenta intentaban que mi hermano no se marchara. “¿Pero qué vais a hacer vosotros dos solos por ahí? ¡Qué el mundo es muy grande!” le decían. “¿Y a dónde? ¡Eh! Si puede saberse... ¿A dónde os marchais?” Y Fadrique les contó que iban a ver los Andes, los Alpes y un montón de montañas por todo el mundo, que les enviaría una postal de cada ciudad que visitara. Y madre venga a sacar la cuestión del dinero, que de dónde lo íban a sacar y que si le parecía bonito dejar de ayudar a su familia con ese asunto. Fadrique nos contó que llevaba desde que empezó a trabajar ahorrando para esto, que sabía la importancia que tenía su aportación en casa, pero que él no podía seguir haciéndolo, que necesitaba ese viaje y que se lo había ganado a pulso.

A los niños nos mandaron a la cama, y cuando yo pregunté que si podíamos tomar postre me cayó un guantazo que me dejó cinco dedos marcados en toda la cara. Desde el cuarto oí como seguían la discusión, -no había nada peor como escuchar fragmentos de conversaciones acaloradas desde tu cuarto-. Al principio los tres le proponían argumentos a Fadrique a modo de chantaje emocional: refiriéndose a la intendencia de la casa, a mi educación y la de mis hermanos, y a la falta que hacía Fadrique en casa; y más tarde pasaron a atacar su plan con todo tipo de argumentos: que si Beatriz y él no hablaban más idiomas que el castellano, que no se sabrían desenvolver en el mundo por su cuenta, que esos sitios estaban muy lejos... y como vieron que nada de lo que decían surtía efecto y que mi hermano seguía firme en su parecer, se frustraron. Pasaron después a las acusaciones: contra Beatriz, contra Coque, contra cualquiera que se les ocurriera; siempre sin asumir que era mi hermano, él y sólo él quién había ideado todo. Sólo me acuerdo de que no llegué a oír el final de la discusión, porque me dormí antes; y a la mañana siguiente nos despertamos los mellizos y yo como si nada, pero madre, padre y Vicenta tenían el disgustazo anunciado con luces de esas de cartel de carretera en la cara.

Así pues, Fadrique se marchó sin despedirse de nosotros, los niños. Nos contó mi madre, descompuesta, en el desayuno que nuestro hermano ya no estaría en el barrio en una temporada. Y así fue cómo se marchó. Mi padre no abrió la boca hasta el jueves siguiente, y mi madre mostraba los ojos rojos de llorar allá por donde iba. Por nuestra parte, los pequeños nos lo tomamos con tranquilidad. Nos dejaron claro que Fadrique volvería y eso era lo que importaba; creo que la parte que no concordaba con la explicación que nos habían dado era la actitud de los adultos: si tan cierto era que Fadrique volvería, ¿Por qué se tomaban tan mal su marcha?

Fadrique fue cumpliendo su promesa. Nos envió postales desde todas las ciudades que visitó, y así nosotros íbamos viendo su recorrido: Francia, Italia, Suiza, Perú, Venezuela, Argentina... Las postales las esperábamos casi con ansia, y cuando en el buzón del recibidor había alguna carta nos emocionábamos e inmediatamente íbamos a buscar a algún adulto que nos lo abriera (la mayoría de veces sólo descubríamos cartas del banco que nos causaban una tremenda desilusión). En casa nos apretamos el cinturón, bueno, eso dijeron que íbamos a hacer, pero lo cierto es que nadie notamos nada. Seguíamos el mismo ritmo de gasto y nada parecía cambiar, ni siquiera madre dejó de comprar en el ultramarinos aquel del barrio que decían que era tan caro. Y creo que por fin nos dimos cuenta de que, en realidad, toda la cuestión económica que mis padres habían expuesto para que Fadrique no se marchara era una mera excusa. Con ello había salido a la luz el cariño que le guardaban y las pocas ganas que tenían de que se marchara tan lejos su primogénito.Yo no quiero juzgarles, pero fue francamente una pésima manera de demostrarle su afecto y bien podían haberlo hecho de otra forma.

viernes, 12 de agosto de 2011

Mi hermano Fadrique (2)

La cuestión de la novia surgió cuando Fadrique pasó a trabajar en la papelería del señor Marcial. La Cremosa quebró de mala manera y tras la tragedia fue padre el que le buscó un nuevo empleo al mayor de los hermanos. Por suerte, teníamos muchos contactos por el barrio, y Fadrique fue admitido en seguida como ayudante de la hija del señor Marcial, a cargo del negocio familiar. A los hermanos nos encantaba pasarnos todas las tardes a saludar a Fadrique a ver cómo iba con su delantalillo azul marino atendiendo a los compradores. Era muy listo nuestro hermano, y rápidamente conoció todos los tipos de pinturas, gomas, tintas y papeles. Nos divertíamos con él jugando a vendarle los ojos y a darle folios para que reconociera el tipo de papel del que se trataba. Y siempre acertaba. Adelaida y César se volvían como locos cuando esto pasaba y empezaban a aplaudir de entusiasmo por el acierto. El caso es que Fadrique comenzó a ayudar en esta tienda a la hija del señor Marcial; Beatriz se llamaba esta chica, quién era uno o dos años menor que Fadrique. Trabaron amistad pronto, y comenzaron a pasar muchas tardes juntos, y por el barrio el hecho de que se habían “ennoviado” dejó de ser más que un mero cotilleo a una realidad. Beatriz era muy responsable, quería mucho a su padre -el señor Marcial- pero no lo tragaba, y eran famosas sus riñas. No era especialmente guapa, pero tenía una cara muy agradable (y supongo que por eso le gustó a mi hermano). Por supuesto, toda la historia de Beatriz yo no la conocí hasta que fui algo mayor; porque en el momento, a mis ocho años, yo pensaba que Beatriz era una simple amiguita de mi hermano.

A Fadrique le encantaba esquiar. Con el grupo de la parroquia (al que padre y madre nos apuntaron) iba en invierno a la sierra para practicar este deporte. Los cuatro le veíamos muertos de envidia como volvía por la noches todo colorado por el sol que se reflejaba en la nieve y quemaba. Nos contaba las pistas que había bajado, y nos prometía que en cuanto pudiera nos llevaría a nosotros también a la sierra a ver la nieve y a bajar en trineo. El sueño de Fadrique siempre fue ir a los Alpes a esquiar, y tenía en su cuarto un cartel que le trajo el tío Emilio de Suiza cuando volvió de su luna de miel con la tía Aurora. El cartel era de un esquiador profesional que bajaba por un pico muy famoso de los Alpes y a los lados había estrellas y copos de nieve dibujados. La abuela Vicenta le regaló unas orejeras de piel de foca por su cumpleaños que costaron una fortuna (razón por la cual mis padres estallaron en una bronca con ella que duró tres días).

En la tienda del señor Marcial Fadrique cobraba más que en La Cremosa, y esto nos vino muy bien, porque sumado a los sueldos de padre y madre contabamos con algo más de margen de maniobra en el ámbito económico. Fue una buena temporada, a Adelaida y a mí nos cayeron sendos vestidos de nido de abeja de colorines con los que íbamos los domingos, y a los mellizos les hicieron trajes de lino a medida en la sastrería de Nicanor el Joven. La verdad es que íbamos los cuatro hechos unos pimpollos, pero, claro está que Fadrique decidía su propia vestimenta, aunque madre tratara de convencerlo de que se sumara a la moda ridícula de ir todos a juego. Padre se compró una pipa que llevaba a todas partes, madre compró la lavadora que siempre quiso y a Vicenta le regalaron un juego del bingo para que invitara a sus amigas a jugar los domingos.

El problema fue que Fadrique tuvo que dejar el esquí. Nunca lo vimos tan disgustado, y por primera vez se negó a hablar con nosotros, sus hermanos. No podía compaginar lo de trabajar en la papelería y subir los fines de semana a la sierra, y claro, mis padres no le dieron opción: el trabajo era lo primero. Sucedió que el último día que pudo subir a despedirse del esquí en una temporada fue a Guadarrama con tan mala suerte que volvió esa noche -además de quemado como siempre- con una pierna rota. Vino el médico Álmerez y todo, y le recomendó un mes entero de reposo en cama, porque no era una fractura normal y había que tratarla con cuidado para que quedara curada sin problemas. Fue por esto que Fadrique no pudo ir a trabajar durante un mes entero.

Beatriz y Coque vinieron mucho a verlo, y el resto de amigotes le telefonearon mucho para saber cómo estaba. Se vió que en el barrio entero todos le querían mucho, porque hasta el amargado del kiosquero nos dió todas las semanas un número de La Gacela, la revista cómica favorita de mi hermano, para que se la lleváramos. Vicenta se dedicó a mimarlo más, y mis padres, por su parte, a mortificarlo con lo de que no estaba trabajando y por tanto aportando nada a la familia. Los cuatro niños íbamos contínuamente a hacerle compañía a su cuarto después de la escuela, jugábamos al juego de adivinar papeles, a pintarle la escayola... y él nos hacía caso y nos contaba una y otra vez cómo se le había cruzado el esquiador gordo por el que se había caído al margen de la pista y se había roto la pierna.

Mi hermano Fadrique (1)

El día que nuestro hermano Fadrique dijo que se marchaba de casa, la familia se puso patas arriba. Por aquel entonces yo tendría unos nueve años, y vivíamos todavía en la calle Villamerino. Llegó Fadrique a la cena una noche y nos lo dijo: que se iba con la novia, que recorrerían mundo y que después volverían. Todos se lo tomaron bastante mal. Mi padre dejó de hablar durante una semana entera, mi madre lloraba continuamente, pero lo peor eran los chismorreos de la abuela Vicenta, que se pasaba todo el día comentando cómo seguro que todo aquello era una idea de la novia para llevarse a su Fadrique querido.

César, Miguel, Adelaida y yo nos entristecíamos de pensar que nuestro hermano mayor se marchaba, pero como éramos tan pequeños ninguno entendíamos nada. Porque todo el mundo sabe que a los niños no se les explica nada.

De los cinco, Fadrique nació el primero, madre nos contó que fue una noche de invierno tras la Guerra; luego vine yo, pero para entonces ya habían pasado nueve años; César y Miguel vinieron juntos, y nacieron en la primavera del año siguiente; y Adelaida nació cuando yo tenía seis años. Debido a la edad, nunca nos llevamos mucho con Fadrique: él hacía su vida, un poco por su cuenta, y el resto sí que parecíamos una verdadera familia. Pero esta situación no quita que le quisieramos con locura. Todos le adorábamos. Era guapo y bien plantado, pero nunca estudió (quizá fuera porque mis padres nunca se preocuparon de inculcarle la importancia que tienen los estudios, no así como al resto de los hermanos). En seguida causó furor en el barrio, y todas las niñas le iban detrás. No tenía nada especial que ofrecer (no era como estos chavalines que van exhibiendo la moto o alguna chuchería para fardar) pero tenía un encanto particular, y por ello se le estimaba.

Ya he mencionado que mi hermano iba un poco por su cuenta, y si bien era cierto que padre y madre no le hacían mucho caso, todo lo contrario sucedía con la abuela Vicenta. La buena mujer vivía con nosotros desde que falleció mi abuelo, y andaba siempre con su vestido de flores azulonas y moviendo su gran cuerpo de un lado a otro de la casa. La abuela idolatraba a Fadrique: “¡El hombre de la casa! ¡Mi primer nieto!” decía siempre que tenía ocasión. Y en cambio cuando llegábamos alguno de los pequeños no hacía muchos esfuerzos por hacer que nos sintiéramos importantes o queridos. La abuela guardaba en un arcón en su cuarto una serie de tesoros que sólo dejaba ver a Fadrique. Él luego nos confiaba lo que había, y recuerdo en especial una noche en que César, Miguel y yo no podíamos dormir que nuestro hermano nos contó una historia sobre las reliquias que guardaba la abuela.

En seguida se puso Fadrique a trabajar. Los gastos familiares nos achuchaban y necesitábamos más ingresos para hacerles frente, y viendo que no primaban los estudios en la vida de Fadrique, madre habló con nuestro vecino del 5º y le arregló un puesto de recadero en La Cremosa, la industria de lácteos famosa en la época. Además de ayudar a la familia, a sus 16 años, ya recibía unas pesetillas para su propio consumo, las cuales empleaba con bastante cabeza.

A mí sus amigos me fascinaban: se llevaba Fadrique con una panda de chavales algo arrabaleros y chulescos; y nos resultaba muy curiosa esta combinación, puesto que nuestro hermano (quitando la parte de los estudios) estaba muy bien educado, y era un chico muy recatado. Y aún más, no llegó nunca a contagiarse de estas influencias, siendo los otros los que recondujeron -con el tiempo- sus vidas. La noche en que dijo que se marchaba, además de acusar a la novia de ser la artífice de tal artimaña, madre insinuó que había sido culpa de Coque. Este Coque (Alberto Coque, para más datos) era el inseparable de mi hermano. Eran uña y carne, pero tan distintos como la noche y el día. Desde el primer momento a mis padres no les agradó, no era mala persona ni nada por el estilo, pero llevaba escrito en la frente el origen humilde de su familia, y eso en mi casa no era bien recibido. En cambio, con nosotros, los niños, siempre fue simpático: nos tenía cariño y siempre que podía nos traía golosinas de aquellas de la señora Sabina, quién tenía una tienda de comestibles en la esquina. El resto de amigos venía bastante por casa a recoger a mi hermano, no llegaban nunca a subir como Coque, pero sí que llamaban constantemente al telefonillo para que Fadrique bajara. Mi abuela se reía como una loca: “¡Hay que ver cómo quieren a este niño!”; pero mis padres solían poner cara de circunstancias y en ocasiones podían pasarse una tarde contrariados por aquello de que el chico saliera tanto de casa. Ninguno de ellos nos llegó a tratar mal nunca, siempre estaba Fadrique ahí para defendernos a los cuatro, pero si que era cierto que nos pinchaban a menudo. De vez en cuando íbamos -los mellizos y yo- con Fadrique a hacer recados por el barrio era entonces cuando solían aparecer sus amigos por la zona y aprovechaban para hacernos de rabiar. Pero, como ya he mencionado, Fadrique les decía cuatro cosas y entonces paraban la broma.