Recuerdo una noche de verano en que sonreías con los ojos, y durante mi viaje a Siberia pensé que no volvería a ver esa curiosa sonrisa. Poppy, you never get it right.
En el trayecto del tren no pude evitar mirar al horizonte y sonreír al recordar tus bromas. Llegué a Siberia, y tuve que empezar todo de nuevo. Mentiría si te dijera que lo pasé mal. Siberia es muy bonito: todo blanco, callado... y muy formal. No sabes qué va a pasar cada día, y tienes que llevar pieles muy gordas por si acaso el día sale rana. Se bebe vodka y vino caliente. El caso es que me gustó, y pese al frío me aclimaté. Sobrellevé la estancia bastante bien y conservo aún buenos amigos de esos tiempos; hasta confío en algún momento presentártelos.
Pero el frío... yo no puedo vivir en el frío eternamente. Y los siberianos son muy fríos. Yo echaba de menos demasiadas cosas, así que te envié una carta lo antes posible, por probar. Salió bien. Y reconozco que verte fue despertar del suave letargo que provoca el invierno siberiano. Contigo llegaron las risas, los colores y el sol. Ese sol que besa la piel y las manos y que nos deja a todos morenos como si de carmín se trataran sus caricias. Y cuando volví a Siberia, era ya época de deshielo, y ese hechizo azul y verde ya no tenía la fuerza de antaño.
No sé cómo funciona, quizá todo esto estuvo latente en la línea del tiempo, y el sol y el calor acabaron con su hibernación. Quizá. Es posible que fuera como uno de esos pájaros que resurgen de sus cenizas... o simplemente el tiempo meteorológico actúa de interruptor: encendiendo y apagando a su antojo. Me recuerdan que en la costa se beben Daikiris, Mojitos y Caipirinhas... hace tiempo que no tomo ninguno.
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