Aquella noche fuimos muchos, aunque no éramos los de siempre. Estaban don Dionisio, el Sirio y Rizo, a los que conocía de toda la vida; pero también vinieron don Paolo, doña Agnes y Magno, completos extraños hasta el momento.
Llegamos don Dionisio y yo en un taxi a “Chicote”, y durante todo el trayecto hablamos mucho, como hacía tiempo que no hablábamos:
Llegamos don Dionisio y yo en un taxi a “Chicote”, y durante todo el trayecto hablamos mucho, como hacía tiempo que no hablábamos:
-Son
divertidos, te gustarán- me dijo.
-Oh,
no lo dudo-
-Además,
tu padre se pondrá muy contento.-dijo con aire malicioso- Te
presentaré a alguno que quizá te interese- me dijo riendo.
-Ya...-
me reí también, al tiempo que desviaba la mirada hacia las casas
que se veían pasar una tras otra a través de la ventanilla del
taxi.
Desde
que acabé el bachiller, mi padre había estado instigándome para
que buscara un marido. Pero yo no quería casarme, yo quería
encontrar al amor de mi vida y marcharme con él a vivir aventuras.
-Te
veo triste- dijo Don Dionisio cambiando de tema. Y entonces le conté
cómo había sido de complicado el año, cómo llevaba tanto tiempo
dando tumbos y perdiendo el norte, y cómo necesitaba dejar de ir a
ciegas y retomar las riendas de mi vida. De volver a creer en mi
persona.
-He
estado... en la parra. Desde que salí del Lope de Vega todo ha sido
muy rápido, muy distinto.-
-Poppy,
ha sido así para todos.- Me tomó la mano y me dio un fuerte
apretón, de esos tan cariñosos que me daba él. Tampoco hubo
que decir mucho más. Sonreí mientras me ayudó a salir del taxi,
porque me dí cuenta de que era el fin del principio, el cambio de
rumbo. Aquella noche no iba a volver a mis tiempos de colegio: iba
a avanzar de una vez por todas, y no serían necesarias más
charlas de análisis en las que se magnificaran problemas de
cualquier tipo.
Ya en “Chicote”,
entre las notas de jazz que sacaban los músicos del fondo, nos
presentaron a todos. Don Dionisio era nuestro amigo común.
-¿Habéis traído los
papeles?- Dijo Rizo apoyado en la barra mientras se mesaba la
barbita rubia.
-¿Qué papeles?- Le
pregunté yo extrañada. Pero Magno se acercó a mí y, en
bajito, respondió:
-En San Juan es
tradición. Se escribe en un papel aquello de lo que te quieres
librar, y lo quemas en la hoguera. ¿No sabías?-
Yo me puse colorada,
claro que sabía que se hacía eso en San Juan... ¿En qué estaba
pensando? Primero se me había olvidado por completo escribir el
papel, y luego no había caído en qué se referían con aquello de
“los papeles”. Seguía en la parra.
-Sí, sí... sólo que se
me ha pasado.- Y me reí por quitarle importancia.
-Vamos a la pista- Magno
me tomó de la mano y me llevó al rincón donde habían separado las
mesitas para que la gente bailara. Ya no sonaba jazz, ahora el local
se llenaba con las últimas canciones de Sinatra.
-Poppy, ¿verdad?-
me preguntó. Yo asentí con la cabeza y sonreí un poco. -¿De dónde
viene?-
Magno tenía el
cabello claro, era larguilucho, guapete, barbilampiño y me cayó
bien desde el primer momento en que lo ví.
-Bueno, todos tenemos
nuestros motes. Mira al Sirio o a Rizo... o tú mismo.-
le respondí divertida.
-Si, pero el mío o el de
Rizo son fáciles de averigüar... ¿Pero Poppy?-
-Es un mote familiar-
dije al fin- No es raro que me ponga colorada. Mi madre es americana.
Poppy, amapola... de ahí viene.-
Magno
se rió suavemente, me miró y se acercó. Miré al resto;
seguían charlando animadamente en la barra y, de vez en cuando, Don
Dionisio nos miraba a Magno y a mí con aire burlón. Miré el
reloj de la pared; se acercaban la medianoche, y las hogueras
esperaban.
-Magno, hay que
irse. Son casi las doce- le dije, y él con aire contrariado, pero
sin decir media palabra me tomó por la cintura y me acompañó a la
barra a avisar a los otros. Mientras todos tomaban sus abrigos, yo me
acerqué a la barra a por una servilleta de papel, tomé un bolígrafo
de mi bolso, y con cuidado fui escribiendo cuatro cosas.
Salimos del bar al rato.
No hacía frío y los coches pasaban por la Gran Vía alumbrando
aquella noche madrileña de los años cincuenta. Fuimos caminando por
el centro de la ciudad hasta que llegamos a la casa del Sirio.
Se trataba de uno de esos palacetes del siglo pasado que aún
pervivían en la capital. En los jardines habían organizado varias
hogueras, y ya pululaban otros invitados de nuestro amigo a los que
no conocíamos de nada. Más presentaciones.
Yo
estaba un poco sola. No era malo tampoco, pero con tantas caras
nuevas no estaba un mi ambiente. Nos sentamos en las sillas del
jardín, al lado de una de las hogueras mientras tomábamos unas
copas, y nos reíamos con las ocurrencias de Don Paolo. Tenía el
pelo igual de rizado que Rizo,
pero mucho más rebelde y algo más oscuro. Tenía algo.
Sin decir nada, me alejé
del grupo y me acerqué a la hoguera más grande; algunos de los
invitados del Sirio (y el
propio Sirio) estaban
saltándola. Yo me deshice de las sandalias, del bolso y de la
chaqueta; saqué la servilleta de “Chicote” del bolso y tomé
carrerilla. Salté alto, las llamas me hicieron cosquillas en los
pies, y justo cuando estaba en medio del salto dejé caer la notita.
Me deshice de la carga.
Después
cogí una de las copas de Champagne que reposaban en las bandejas del
porche y me fui al estanque de detrás del jardín a meditar. Y
mientras sonreía a la noche, apareció el Sirio,
el cual me preguntó como tantas otras veces:
-Se
te ve preocupada, Poppy.-
-No.-
Le dije. -Esta vez no.-
Y me quedé sonriendo al humo de las hogueras y al verde del jardín.
me gusta ese cambio de perspectiva de la historia (:
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