Pidió prestado un vestido negro, unos zapatos y demás complementos; y cuando comenzaba a oscurecer, se puso la sonrisa y salió de casa. Caminó durante un rato, varios centímetros más alta que de costumbre y entró en el metro. Y escondido en una esquina de Madrid estaba el restaurante. Charlas, un único juego de palillos, salsas, risas y un gran espejo que les hacía ser muchos más...
Salió la luna. Les avisó de que aún no estaba llena, pero que no se preocuparan, porque no tenía que ser protagonista esa noche. Comenzó a llover de forma tenue. Aprovechó la capucha de su abrigo y trató de protegerse el pelo recién arreglado con primorosa prisa. El suelo, desafortunadamente escogido, se volvió resbaladizo y la chica con el vestido prestado casi se cayó varias veces. En los charcos se reflejaban las luces de Gran Vía; y de Malasaña llegaban torrentes que limpiaban las calles.
Llegaron todos a la plazuela. Lío de papeles. Colores, telas, charlas... ¿No tenían frío? Imposible que no lo tuvieran. No era verano, pero aún así, eran pocos los que iban sin chaqueta... y menos aún los que llevaban abrigo. Y mientras seguía lloviendo.
Un ciempiés de personas. Risas nerviosas, sonrisas mal disimuladas, memorizaban todos identidades falsas que les dejarían probar el desenfreno y la distracción. Los oídos dejaron de servir para escuchar conversaciones, y a partir de ese momento sólo se preocuparon de mantenerse con vida entre las bocinas y los wafles. A la mañana tendrían abejorros dentro y no sabrían quién producía el zumbido del ambiente.
Copas, copas, cupas, cufas, curlas... cubas. Desorientación, fotos y más ruido musical. Se hacía de día y tenían que volver. La lluvia se había marchado, como la luna. Y tras visitar a San Ginés un rato y calmarse con chocolate todos se marcharon.
Y la chica del vestido prestado se montó en el metro, acarició una mano amiga y diciéndoles a los madrugadores "buenas noches" se metió en la cama.
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