Me senté con Fadrique al borde de la balsa y se lo confesé todo. Ya no hacía ese calor de verano tan agradable, ahora el cielo estaba gris; gris como las palomas, un gris sucio. Llevábamos los dos sendos abrigos marrones y las bufandas rojizas que tejió Vicenta para nosotros, los mayores. Y él con su mano protectora jugaba con el agua verde y con las carpas curiosas que se le acercaban de entre las algas.
Le conté a Fadrique cómo habían sido las cosas: cómo había empezado todo una tarde tonta y fría y una noche lluviosa, cómo habían ido cada una a su ritmo -muy rápida y muy lenta- y cómo habían llegado al punto actual.
Se lo conté todo muy seria, con ese semblante que se me pone cuando algo me ronda la cabeza un tiempo y él me arropó con el brazo y me dijo que no me agobiara. Un pato llegó en ese momento a la balsa y sin pensárselo dos veces se zambulló por completo.
-Escríbelo- me dijo. -Escríbelo todo. Todo lo que me has contado a mí, cuéntaselo al papel, y cuando hayas acabado, léelo y piensa bien todo lo que ha pasado.-
Así pues entré en casa, le pedí prestado a César una de sus hojas amarillas de cuaderno y me puse a escribir: hablé del pasado y del presente, de cómo cómpetían y se complementaban... y vomité todo lo que tenía guardado. Sirvió para reflexionar. Intenté pensar en el punto de inflexión, ¿Cuándo se había desequilibrado la balanza? ¿Quién había tomado la decisión? ¿La cabeza o el estómago?
Y me dí cuenta de que no tenía dudas. Una de las opciones había muerto; muerto como cuando se muere un libro al llegar a la última página. No había sido el tiempo, ni los kilómetros, ni nada... se apagó cómo cuando una bombilla se funde. Fue como uno de esos fines de semana que nos llevában a los cinco a esquiar: volvíamos a casa cansados, tras dos días muy intensos... pero habían sido dos días al fin y al cabo.
Parecía que el recuerdo del pasado destruía el presente. Esa fue mi conclusión. Y a la mañana volví a hablar con Fadrique junto a la balsa. Esta vez llovíznaba, pero al igual que el día anterior, las moreras seguían sin hojas.
-Eso es- Me dijo- ¿Ves cómo mi consejo funcionó?- Miré a mi hermano sin comprender muy bien, pero esperé a que prosiguiera -Ya lo tienes escrito, déjalo marcharse de tu cabeza. Es momento de que mires y veas lo que está pasando. Pero cuida tu recuerdo y ponlo a salvo en una vitrina de la memoria, no hay porqué tirar el bagaje que llevamos. Es cómo los álbumes de fotos de Vicenta, no se puede vivir en ellos, pero nos enriquecen.-
Mi hermano me sonrió con dulzura y volvió a entrar en casa con aire desenfadado. Yo miré mis apuntes perpleja. Y entonces entendí qué tenía que hacer: los releí con la ternura del recuerdo, y tras hacer un barco de papel con todo el primor que pude, con la determinación del momento puse el barquichuello en la balsa y lo dejé hundirse mientras la tinta campaba a sus anchas por el papel y los restos quedaban para siempre en el fondo de mi estanque.
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