Sale del gran edificio, lleva los cascos puestos y no oye nada. Nada. Llueve bastante. Una voz canta y mata el silencio, acompañada de guitarras desenfadas y de unas baquetas que no paran de moverse. No hace frío.
Se moja los pies en todos y cada uno de los charcos de la cuesta recién adoquinada. Con carácter. Pese al agua incómoda, él sonríe al anacrónico cielo gris primaveral, y sigue metido en el universo de los cascos. Chaf, chaf, chaf...
Llega a la bici, aparcada en una esquina al lado del césped; ahora una guitarra acústica y un saxo sustituyen a la banda y el chico mira a un lado y a otro antes de ponerse en movimiento. Le dan las gotitas de lluvia de pleno, como provocándolo, pero a él le resbalan sin más por la cara. Y continúa con la calma del cable.
Aparca la bici resguardada de la lluvia, dormirá allí hasta mañana.
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