La verdad es que llevaba bastante tiempo con mi ambiente cerrado, como cuando el aire de una habitación se vicia y hay que abrir las ventanas para que el aire se mueva. Y lo peor era que el ciclo era retroalimentativo... una vez que comenzaba el agobio no quería salir para no sentirme culpable, pero el no salir tampoco me hacía sentir mejor (cosas de la psicología humana).
Llega el viernes, hago un gran esfuerzo por no salir (bueno, el pedazo de pic-nic podría contar como algo diferente de estar en casa estudiando) y preparo todo para el día siguiente. Se hace raro, bastante raro: ¿Yo normalmente voy al campo? ¿Cómo se siente un cielo negro sobrecogedor sobre mi cabeza? ¿La hierba hace ruido? ¿Huele el sol? (...)
Meticulosamente el macuto está lleno; no pesa casi (casi seguro que me dejo algo) y todo está puesto con cuidado en su compartimento. Si un día fisgoneas en mi macuto y ves no tiene las cosas ordenadas, separadas, dobladas y colocadas estratégicamente como en el tetrix... entonces han pasado dos cosas: o no es mi macuto, o yo he cambiado.
Y en mi silla: pantalones, camisa, y pañoleta reposan y esperan pacientemente pero con ilusión... Hacía muchísimo tiempo que no salían de su percha. Todos tan nerviosos.
No debería saltarme lo siguiente porque también es importante y único, pero un viaje en autocar... es un viaje en autocar. Y se llega al sitio.
VERDE eso que no hay en Madrid, eso que cuesta ver en las calles, eso que huelo los días de lluvia pero que no puedo casi distinguir porque se esconde tras la nube de asfalto... verde.
Y SOL. Un sol que acaricia y rodea. La siesta se hace profunda y verdadera; por eso cuando despierto la desorientación es tal que no acierto a saber muy bien dónde estoy. Pero aún así es agradable, las siestas en Madrid no son así...
NOCHE. Se podría pensar que me estoy perdiendo todo por no llevar las gafas... pero no es así. Al atardecer dejo de distinguir caras y rasgos, pero es sólo por un rato: hasta que el sol huya por completo. No hay luna, no importa.
Virutas blancas que han subído / adornan la sábana morada, / y yo, al fijar la mirada / siento en el aire un suspiro... de libertad, de brisa, de contento, (divierto pensando en el negro silencio...)
El suelo frío bajo las botas, el aire frío alejado de la piel por el jersey y únicamente peleón en la nariz. Tampoco importa. Ya es tarde, y aunque no duermo como otras veces (mirando al cielo desde la crisálida de oruga) el morado sigue allí. Corrientes de aire, palabras universales que vienen del fondo de la garganta y murmullo inaudible de la hierba... si, definitivamente la hierba hace ruido. Todo lo sucedido el día anterior se imprime en la memoria, en todas las memorias... y pese a que cada cabeza es un mundo, el recuerdo en su esencia es el mismo.
LLUVIA. Nos acompaña al día siguiente. ¿Tímida? Un poco, sólo al principio. Pero al final el cielo ha cogido confianza y nos ha confiado su pena. Gris hasta el final, pero no ese gris asfáltico que se ve en la acera... es otro gris, un gris mojado: sangre de roca y plata de río en un día nublado. Ya no hay sol.
Siempre se hace corto, y no quiero volver a Madrid... allí esperan cuadernos, bolígrafos, hojas y ordenadores... todavía no. Pero lo bueno si breve, dos veces bueno... Hasta pronto verde, sol, noche y lluvia... antes de lo que imaginamos volveré.
Y no habrá elementos en el mundo capaces de parar el torrente de nostalgia que hasta ese día manará de mis entrañas.